ME VOLVIÓ A PASAR: A GOZAR LA REPETICIÓN
El hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Y eso no es todo. Los pueblos que no aprenden de su historia están condenados a repetirla.
Esta última afirmación nunca me convenció demasiado. De hecho, tiene todos los elementos para que me moleste: la idea de «pueblo», que me parece un poco masificadora, en especial tan cerca de los conceptos de «aprender» y de «condena»; pero lo peor es ese aire sentencioso que tiene, que ubica al que la pronuncia en un lugar de superioridad moral, en un irritante «yo te lo dije» mientras uno está en el suelo, habiéndose tropezado con la proverbial piedra de la primera frase. Y, justamente, sé que eso de la piedra es mentira, por lo menos, lo es su aplicación práctica. El hombre no es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Hay otros.
Yo tenía una gata que siempre se quedaba atrapada en el mismo lugar, una y otra vez, algo que se supone que no debería ocurrir. Lilu (que así se llamaba, en homenaje a Milla Jovovich en El quinto elemento) saltaba por encima del pasillo hacia la casa del vecino, cruzaba toda la terraza e iba a parar a otra terraza, de una especie de garaje abandonado, donde se metía debajo de unas maderas muy pesadas y se quedaba atrapada. Entonces comenzaba a chillar y su madre, Nina, venía a buscarme, también chillando y yo sabía que otra vez tenía que treparme por los techos e ir a buscarla.
Esto ocurrió en reiteradas ocasiones. En una oportunidad, siguiendo el consejo de expertos, la encerré durante quince días porque, al parecer, de esa manera perdería la orientación y tendría más cuidado en sus exploraciones. Pero el día dieciséis todo volvió a pasar. Lilu desapareció, comenzó a chillar, Nina vino a buscarme, y yo volví a treparme por los techos al rescate de mi gata mientras pensaba, con cierta aprensión, que Buenos Aires no era una ciudad para ir saltando y sorprendiendo a los vecinos, con los robos y paranoias que había. Me vestía con ropa clara, como para que no pareciera que me estaba escondiendo, y en algunos casos pedía permiso a los vecinos, pero en algún rincón de mi mente siempre estaba el muy realista temor de que me confundieran con un ladrón y me pegaran un tiro. Una muerte realmente estúpida, todo por una gata.
Yo creo que los acontecimientos que se repiten tienen una especie de encanto oculto, y que se encuentra, paradójicamente, en lo que tienen de distintos. Aquello del río de Heráclito. Como en el jazz, la repetición proporciona una especie de contexto familiar donde pueden ocurrir cosas interesantes, abrir espacios distintos, nuevas maneras de ver las cosas. En el caso de Lilu, el contexto estaba claro: la gata siempre iba a parar debajo de la misma madera, y yo ya conocía bastante bien el camino, que no era nada fácil, porque tenía que subir a la terraza del vecino desde el interior de su casa, y de allí salvar una reja y pasar al otro lado, a la terraza llena de hierros oxidados y otros elementos cortantes del garaje abandonado.
Un día, algo cambió esa situación: los vecinos se habían ido de vacaciones y no podía subir a su terraza. Entonces tuve que buscar otras variantes y, acompañado de mi mujer, golpeé a la puerta del garaje abandonado, que de pronto no estaba tan abandonado, porque se oían voces.
Eran cinco o seis tipos, todos de aspecto bastante patibulario. Esto no es una metáfora. Tiempo más tarde, cuando en ese garaje habían puesto una maravillosa parrilla clandestina en la que comía todo el barrio, incluyendo los policías de la seccional cercana, recibí el llamado de una amiga que me comentaba que mi casa estaba saliendo por la televisión. En realidad, toda la cuadra era escenario de un cinematográfico operativo en el que varios patrulleros se llevaban detenidos a varios piratas del asfalto cuyo aguantadero era, justamente, el garaje en cuestión. La parrilla, sorprendentemente, siguió funcionando un tiempo más. Pero ésa es otra historia.
Aquella vez, los cinco o seis tipos mal entrazados nos miraron muy raro cuando junto a mi mujer, y con mi sonrisa más estúpida, les pedí permiso para subirme al techo a buscar a mi gata. Por alguna razón, decidieron colaborar: me trajeron una escalera sumamente inestable y la sostuvieron mientras yo subía y mi mujer, al cuidado de esos señores, me miraba con cara de terror. La situación había tomado un cariz de lo más inquietante; incluso oí que uno de ellos comentaba, con cierta incredulidad, mi valentía al subirme a una escalera tan floja. Una vez que pude sacar a Lilu de debajo de la misma, sempiterna madera, tuve que bajar con ella, y, mientras la gata me arañaba toda la espalda, yo me sentí, en cierta manera, hermanado con esos piratas del asfalto que sostenían la escalera para que no me matara. Todo terminó más o menos bien, con los tres –la gata, mi mujer y yo— sanos y salvos y, por suerte, mis vecinos no tardaron en volver de sus vacaciones; tiempo más tarde, mi gata encontró otros lugares, más inaccesibles, en los que perderse. Las cosas suelen ser así. Pero siempre pienso que si no fuera por la puerta abierta por la repetición, nunca habría entrado en contacto, por fugaz que fuera, con ese otro mundo, el que se ocultaba en ese garaje que parecía abandonado.
Es que hay «gozo en la repetición», decía Prince. Y es fácil intuir de qué habla la canción que lleva ese título aunque no sepamos la letra. Pero detrás de eso hay algo más, y ese placer sensual de un acto que se repite tiene que ver tanto con la acumulación y el crescendo como con la familiaridad. Una situación que ya hemos vivido y que se superpone, en el presente, al recuerdo de esa situación, dándole una densidad nueva. Justamente como en esa repetición constante de las cuatro notas de A love supreme de John Coltrane que parecen una invocación a dioses poderosos y terribles, o como el placer puro de esa frase reiterada de So what de Miles Davis, que siempre parece anunciar algo nuevo y nos vuelve a arrojar al mismo río que, sin embargo, no es el mismo.
Tal vez uno de los peores casos de repetición insalubre es ése que nos hace sentir estúpidos, que nos refriega brutalmente en la cara la verdad de que muchas de las cosas en las que creemos son totalmente infundadas y de que, para peor, en el fondo ya lo sabíamos. Las cosas, otra vez, nos salen mal. Un amigo mío, por ejemplo, cree en la computación como una ciencia exacta. Baja religiosamente todos los service packs y patches del windows xp y actualiza sus antivirus y antispyware. Aún así, siempre le ocurre lo mismo: intempestivamente, en medio de alguna operación complicada y prolongada, la máquina se tara, aparece la pantalla azul de la muerte y luego todo se pone negro. En cada una de esas ocasiones, el mundo de mi amigo se paraliza: puede pasarse días sin dormir, sin comer, formateando y reinstalando, hasta que la computadora vuelve a arrancar, siempre con alguna pérdida esencial de datos. Yo lo he visto antes, durante y después de una de esas largas sesiones de reparación, mezcla rara de meticulosidad científica y supersticiones arcanas, con los ojos rojos y hundidos y una sonrisa nerviosa, tratando de hablar de otra cosa. Creo que algún día se volverá loco.
Claro que entre todas esas repeticiones malsanas la que suele figurar en mayor medida en la literatura y en las canciones es, incluso más que las adicciones, el amor. «Jamás volveré a enamorarme», cantaban los Carpenters (y tantos otros, pero prefiero a los Carpenters), mientras uno, adolescente, sí se enamoraba con esa voz perfecta de la anoréxica Karen, sin prestar atención a la letra de Hal David que hablaba de ilusiones rotas, lágrimas y dolor infinito. En la mayoría de esas canciones, sin embargo, siempre se dejaba abierta la puerta a la optimista imposibilidad de no volver a enamorarse. En I wish I were in love again, por ejemplo, Ella Fitzgerald, que extraña tanto los besos como los mordiscos, prefiere pasar de nuevo por las noches sin dormir, las peleas cotidianas, el odio, la mentira y el engaño a estar tranquila y cuerda; incluso, en una frase que hoy en día pondría los pelos de punta, afirma echar de menos «el ojo en compota». Mientras que en Taking a Chance on Love, Tonny Bennett (entre otros) vuelve a oír las trompetas, la mirada se le embelesa y se dispone a caer otra vez en las redes de la pasión. Hay, por supuesto, otra forma de ver las cosas, como el aplomo con que el personaje del bolero Tú volverás desgrana las leyes de la vida, la biología y el amor: «Tú volverás porque me quieres, has de volver porque sin mí te mueres; has de volver porque tiene que ser, lo juro yo; que al fin eres mujer». En cualquier caso, para bien o para mal, el amor, como la pantalla azul de la muerte del Windows, también parece incomprensible e inevitable.
Un hombre va todos los domingos al mismo bar, que al principio eligió porque ahí tenían los diarios. Pero la razón no tardó en ser otra: la belleza extraordinariamente sutil de la chica que está al otro lado de la barra. Todos los domingos, nuestro héroe, mientras piensa que sólo él se da cuenta de que esa mujer encarna la perfección, va armando y desarmando estrategias (fantasiosas, heroicas, impracticables) para acercarse a ella. Esta situación se prolonga a lo largo de dos años: más de cien domingos. Pero un día algo cambia. El mozo le trae el café antes de que él se lo pida, y él, sorprendido, mira a la barra, desde donde aquella mujer perfecta le dice: «Querías un café, como siempre, ¿no?». Él se siente atrapado y no puede dejar de sonreír. El domingo siguiente ella le trae el café personalmente, y él, a pesar de que creía que estaba grande para esas cosas, siente que las pesadas ruedas entran nuevamente en movimiento, que el engranaje vuelve a ponerse en marcha. Una vez más, como le ocurre a Tony Bennett, suenan las trompetas, y él decide olvidar su historia y condenarse a repetirla, anular esa molesta sensación de que esa película ya la vio, de figurita repetida, de que otra vez sopa.
Publicado originalmente en la revista La mujer de mi vida, año 4, Nº 32. http://www.lamujerdemivida.com.ar/index.php?ediciones/032/hojman.html
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