Wednesday, March 12, 2008

LITERATURA ARGENTINA: MESETAS Y PLANICIES





Se me ocurre ver en la literatura argentina una textura, una geografía de planicies y mesetas (libros, páginas) que se vuelven más empinadas, accidentadas e interesantes a medida que uno se adentra en ella y deja atrás cualquier idea de totalidad. Si fuera un recorrido, como el que se hace por una ciudad o región más o menos conocida pero siempre cambiante, podría tener, grabada en el arco de una de sus puertas, esta frase: “Explicar con palabras de este mundo que partió de mí un barco llevándome”. Esa sería una buena manera de entrar en esa geografía. O esta: “De Nito ya no sé nada ni quiero saber”. O esta otra: “Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche”.
Estas tres frases me traen recuerdos de adolescencia, o se relacionan con ellos. Y me inspiran, las tres, la idea de que todo, o mucho, es posible: consumirse en una bohardilla parisina para pulir las palabras como si fueran joyas únicas, como en el poema de Alejandra Pizarnik; englobar toda la cifra del miedo en la negativa de los otros dos comienzos. Creo que “Las ruinas circulares” fue, a los trece años, el primer cuento en el que leí algo más que lo que el relato me contaba; leí la posibilidad de que hubiera múltiples mundos, densos, incluso contradictorios, en una o varias páginas. Dentro del inasible universo de Borges, me sigue deslumbrando la utilización del subjuntivo en “El Sur” (“Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado”).
Es que la memoria del placer es mala consejera, y no se guía por correcciones de ninguna clase: “Irlandeses detrás de un gato” es lo que yo elegiría de toda la obra de Rodolfo Walsh. Antes que el Borges que encuentra todo el universo en un solo lugar, prefiero a aquel que se acerca a un retrato “en una desesperación de ternura” y le dice: “Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges”. Leí “Cabecita negra”, de Germán Rozenmacher con nueve o diez años de edad y nunca pude olvidarlo, como también me ocurre, en pesadillas deliciosas, con “La gallina degollada” de Quiroga. A veces pienso que Eliseo Subiela me arruinó a Oliverio Girondo para siempre, y tengo que hacer un difícil ejercicio de depuración para disfrutarlo.
Luego ocurrió que algunos empezaron a escribir con una voz, o sobre un mundo, o sobre otros mundos posibles, que yo podía sentir como míos, con los que podía identificarme o que me interesaba recorrer guiado por ellos, como las cuevas de los indios semióticos de “La liebre” de César Aira. Como una Rosario (ciudad más deseable en esta literatura que en aquella realidad) amenazada por una ballena en “El momento del impacto” en el cosmos entrañable de Elvio Gandolfo, que también alberga ladrones que arrojan su botín a un lago, hombres que miran a su mujer desde debajo de la mesa, y tangueros oscuramente tiernos. Fue también mía, alguna vez, la visión oblicua de los mejores cuentos de Rodrigo Fresán; envidié, otra vez, el mundo duro y complejo de todo, o casi todo, Fogwill (esa enumeración caótica de la “muchacha punk”; aquella “larga risa de todos estos años”).
Cuando, una vez, planteé varias objeciones a cierta literatura que se hacía en Argentina (demasiado cargada en el grotesco, demasiado autorreferente, poca atención a la lógica del mundo ficticio que se creaba), Charlie Feiling me dijo: “sí, pero tenemos una literatura”. Tal vez de eso se trate, finalmente: una textura translúcida que nos muestra y nos escamotea el mundo, y, finalmente, nos protege, para bien o para mal, de él.
Publicado en el libro Escritores preferidos de nuestros escritores - Compilador: Osvaldo Romano - Desde la gente - Ediciones del Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos - Avellaneda, Argentina. 2007

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